¿Por qué?
De Esmeralda Richiez se ha hablado bastante, desde el fatídico día en que la suerte le dio la espalda. Era víspera de San Valentín, cuando el mundo celebraba el amor y la dicha de tener amigos valiosos.
Fue un lunes 13 el día en que sus padres encontraron muerta a Esmeralda. Y el domingo antes, Santiago lloraba al niño Donelly Martínez, por culpa de una bala que el destino reservó para acabar con su vida incipiente, cargada de sueños y fantasías.
Ese mismo día, el 13, en San Pedro de Macorís un hijo apuñaló a la mujer que lo parió. El verdugo es Jonathan Gonet y la madre sacrificada por su propia cría es Dorca Acosta Mejía. La infeliz mujer murió el día siguiente, el 14, cuando debió celebrar el amor en todas sus manifestaciones.
Todo esto ocurrió quizás en unas 24 horas. Tres hechos violentos que mantienen boquiabierta a la sociedad dominicana. Es mucha conmoción y se requiere de tiempo para recobrar aliento y continuar la marcha. Las heridas emocionales duran mucho en cicatrizar.
Cada una de estas muertes tiene motivaciones y circunstancias distintas, pero la violencia desenfrenada es un punto coincidente. Esmeralda, víctima de su inocencia y la crueldad extrema, vivió poco. Merecía vivir mucho más, para cristalizar proyectos y aspiraciones; para ser y hacer cuanto quisiera.
La levedad del tiempo también sorprendió a Donelly. Este pequeño de 12 años no estaba en el lugar equivocado. Quien se equivocó fue el policía imprudente que manipuló el arma con la que debió defenderlo de los malos humanos.
De doña Dorca y Donelly conocemos a sus matadores, aunque el conflicto entre juicio y razonamiento dificulte lograr conclusiones lógicas y convincentes sobre sus muertes abusivas e inmerecidas. No hay explicación.
El caso de Esmeralda desborda toda capacidad de análisis. Muchas preguntas exigiendo respuestas bailotean en nuestras cabezas: ¿qué pasó?, ¿por qué?, ¿cómo? ¿Se pudo evitar? ¿Quién o quiénes le fallaron?
Es imposible pensar estas muertes sin que la confusión se mezcle con el dolor que producen.