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Lutero y la lucha contra pagar dinero para obtener la salvación eterna

Corría el año 1517 cuando el fraile agustino Martín Lutero tomó la osada decisión de desafiar a la Iglesia Católica y cuestionar la autoridad de una figura tan poderosa como el mismísimo papa mediante la publicación de un documento que pasaría a la historia con el nombre de «las 95 tesis». Aunque debemos retrotraernos algo más en el tiempo para comprender las complejas cuestiones que provocaron finalmente la desintegración de la cristiandad occidental y los enconados enfrentamientos religiosos que acabarían asolando Europa durante buena parte de la Edad Moderna. Para ello, debemos hacer mención, en primer lugar,  al progresivo deterioro de Iglesia Católica a nivel espiritual e institucional desde la Baja Edad Media. Y es que en los últimos compases del Medievo, crecía el número de voces críticas que abogaban por una profunda reforma de la Iglesia y una recuperación de los aspectos doctrinales del cristianismo primitivo, con el fin de acabar con los abusos y corrupción en que se hallaba sumida buena parte del estamento eclesiástico. Además, no podemos olvidar que el contexto histórico en que se gestó la Reforma Protestante respondía a una época de profundos cambios, en la que el estado moderno cobraba forma y transformaba todas las facetas de la sociedad europea, desde la política hasta la economía, la cultura, el arte y, por supuesto, las creencias. No es de extrañar, por tanto, que esta nueva confesión religiosa llegase a alcanzar tal resonancia en la Europa del siglo XVI y que acabase jugando un papel determinante en la posterior historia europea.

Reconstruccion de las puertas de la iglesia del palacio donde Lutero clavó sus 95 tesis. Las originales fueron consumidas por el fuego en 1760. | Wikimedia

Hacia la ruptura de la unidad religiosa

Las circunstancias que propiciaron el desgaste del poder papal y la ruptura de la unidad cristiana apuntan una serie de factores y causas que, unidos a la decidida intervención de Lutero, pueden explicar en última instancia el éxito de la Reforma Protestante.

El primero de este cúmulo de factores fue, sin duda, el estado de corrupción y los vicios que aquejaban a gran parte del estamento eclesiástico. Una debilidad moral y espiritual de la que la propia Iglesia era consciente y por la cual era objeto de numerosas críticas. Empezando por los peldaños más bajos de su jerarquía, nos encontramos con un clero rural escasamente preparado y a menudo incapaz de transmitir a sus fieles el mensaje religioso. Además, al tiempo que estos curas rurales se limitaban a administrar unos ritos y sacramentos que apenas comprendían, la vida en los monasterios se volvía cada vez más laxa en el cumplimiento de las normas de pobreza, obediencia y austeridad por las que se regían las órdenes religiosas. Pero aún más grave era la situación de los obispos, más preocupados por los bienes materiales, la riqueza y el poder político, que por su labor espiritual. Y por último, en la cúspide de su jerarquía se situaba un papado que veía cómo su prestigio y autoridad moral iban precipitándose a pasos agigantados, poniendo en entredicho su papel como guía de la comunidad cristiana.

A los males del clero hay que sumar la búsqueda de una religiosidad más auténtica por parte de quienes conformaban el grueso de la comunidad cristiana: los creyentes. La Baja Edad Media trajo consigo una nueva religiosidad popular, en la que el miedo al castigo divino y a la muerte creaba una nueva atmósfera de incertidumbre e indefensión entre los fieles. Ante esta coyuntura, la respuesta de la Iglesia fue ciertamente ineficaz, recurriendo a métodos tan polémicos y lucrativos como el pago de indulgencias, en torno a las cuales giran las famosas «95 tesis» de Lutero y que fueron estudiadas y criticadas por humanistas de la talla de Erasmo de Rotterdam. Paralelamente, se iban sucediendo las iniciativas de reforma por parte de instituciones eclesiásticas como los Hermanos de la Vida Común. Sin embargo, ni el modelo de devotio moderna defendido por estos últimos ni las aportaciones del humanismo cristiano llegaron a constituir una verdadera alternativa para la comunidad creyente, que reivindicaba una vuelta al cristianismo más puro y auténtico.

Por último, no menos importante fue la suma de intereses políticos y sociales de determinados grupos de la época, que impulsaron el éxito de la doctrina reformista en buena parte de Europa en una época en que nuevas fuerzas económicas y sociales, como la burguesía capitalista, entraban en escena.  Aunque el factor político determinante fue la situación del Imperio, donde el luteranismo supo canalizar el descontento del emperador y los príncipes alemanes hacia el papa, erigiéndose como un interesante aliado en su lucha política. Lutero y su lucha encarnaban para ellos el sentimiento antirromano y la idea de ruptura que tanto la nobleza como parte del humanismo germano defendían. Además, la implantación de la Reforma habría de suponer un trasvase de bienes y riqueza procedentes de las órdenes religiosas suprimidas, que despertarían el interés de príncipes y nobles en todo el Imperio.

Martín Lutero (1483-1546) y la Reforma en Alemania

Uno de los rasgos más fascinantes de la Reforma es su heterogeneidad, como pone de relieve la proliferación de distintas confesiones religiosas (luteranos, calvinistas, anglicanos, puritanos…) con unos rasgos litúrgicos propios y un modo concreto de interpretar y cumplir con el mensaje religioso. Sin embargo, todos ellos parten de un nexo común, que fue el movimiento encabezado por Lutero en Alemania, cuyo enfrentamiento con Roma marcó el camino a seguir. Ello nos lleva a plantearnos por qué fue la reforma luterana, y no otra, la que acabó quebrando la unidad de la cristiandad occidental, para lo cual resulta indispensable profundizar en la vida y la obra del fraile agustino, así como el contexto temporal y espacial en el que se desenvolvió.

Martín Lutero fue criado en el seno de una familia campesina acomodada de la región de Turingia (Alemania), iniciando su formación en la Universidad de Erfurt, donde estudió filosofía nominalista. Allí ingresó en 1505 en el convento de frailes agustinos de la ciudad, comenzando así su carrera eclesiástica, que culminaría en Wittenberg, cursando Teología. Volcado en el estudio de las lenguas clásicas, pronto empezó a ejercer como profesor de Sagrada Escritura, lo que le permitió entrar en contacto con el cristianismo primitivo y su mensaje religioso. Esta formación jugó un papel determinante en la elaboración de su doctrina, pero la materialización de su éxito no puede explicarse sino a través de su extraordinaria personalidad y de los avatares de su experiencia vital.

La transformación ideológica de Lutero y su distanciamiento con Roma se remontan a la década de 1510, cuando según sus memorias comienza a sumirse en una profunda crisis de fe. A través del profundo estudio de la Biblia que llevó a cabo en los años posteriores (en lo que él mismo llamó la «experiencia de la torre»), trató de buscar respuestas a una de las cuestiones teológicas que más le angustiaban, la salvación del hombre, cuya respuesta encontró en un pasaje de la epístola de San Pablo a los Romanos: «El justo vivirá por la fe» (Rm 1,17). Este descubrimiento supuso para Lutero una auténtica revelación, ya que en torno a él articuló la premisa sobre la que edificaría toda su doctrina: la salvación del hombre a través de la gracia divina. Este principio conllevaba una reinterpretación del papel de la Iglesia y de toda la liturgia católica, ya que era la fe en Dios la que salvaba y no las obras ni los sacramentos. Partiendo de esta base, comenzó a definir algunos de los rasgos fundamentales de su doctrina religiosa:

En primer lugar, la predestinación del hombre, cuya condena o salvación depende únicamente de Dios, limita su capacidad para elegir entre el bien o el mal, lo que se traduce en una visión pesimista del ser humano.

Por otra parte, la Palabra de Dios, plasmada en la Biblia, es la que ocupa el centro del mensaje religioso, que se orienta hacia una relación más directa, personal y espiritual con Dios. De ahí que se rechace cualquier otra interpretación de la Biblia, además de reducir la importancia de los sacramentos, que se limitan a dos (Bautismo y Eucaristía), y la eliminación de la mediación de los Santos y la Virgen, que pasan a ser modelos a seguir y no objetos de devoción, quedando las imágenes y formas de devoción en un segundo plano.

Además, la nueva organización de la Iglesia se orienta hacia un sistema más igualitario, en el que la única diferencia entre los «pastores» y el resto de creyentes reside en el servicio que los primeros prestan a la comunidad como administradores de los sacramentos y predicadores de la palabra. De este modo, fieles y pastores comparten un mismo modo de vida, lo que rompe con el principio de celibato del sacerdocio católico.

Por último, la liturgia se vuelve más participativa, y el alemán sustituye al latín como lengua en la que se imparte la misa, involucrando así a una mayor cantidad de fieles en la lectura de salmos y textos bíblicos, a menudos musicalizados, en un intento por acercar la religión a todos.

Lutero en la Dieta de Worms | Wikimedia

Todos estos planteamientos chocaban frontalmente con la rígida ortodoxia católica defendida por la Santa Sede, de modo que la escisión religiosa era cuestión de tiempo. Pero para que este proceso cristalizara, sería necesaria una sucesión de acontecimientos fundamentales. El primero de ellos fue la publicación de las «95 tesis» con la que iniciamos nuestro relato, que a pesar de ser uno de sus trabajos menos novedosos en el plano académico, supuso su primera crítica directa a la Iglesia y el rechazo a la autoridad del papa para administrar la gracia divina. Poco después fue obligado a retractarse de sus ideas, pero su reafirmación en ellas no hizo sino avivar el enfrentamiento. En 1520, la bula Exurge Domine, promulgada por León X, condenó por heréticas gran parte de sus propuestas, y un año más tarde, la Dieta de Worms, convocada por el emperador Carlos V, ahondó en el rechazo hacia su doctrina, condenando a Lutero al exilio y ordenando la quema de sus obras.

Sin embargo, ninguna de estas medidas consiguió frenar la difusión de las ideas del díscolo fraile agustino. La bula papal fue quemada en la iglesia de Wittenberg y Lutero logró evitar su condena gracias a la protección del príncipe elector de Sajonia, Federico el Sabio. Aprovechando esta favorable coyuntura, dedicó sus esfuerzos a terminar de dar forma a su mensaje religioso. En este sentido, son especialmente interesantes los debates teológicos que estableció a través de cartas con otros pensadores y reformistas de su época, como Zwinglio o Erasmo de Rotterdam. Aunque más conocidas y difundidas fueron las obras que escribió entre 1520 y 1521, entre las que destacan El papado de Roma, A la nobleza cristiana de la nación alemana, Sobre la cautividad babilónica de la Iglesia o De la libertad del cristiano. A ellas hay que sumar los Loci communes theologicarum y la Confessio Augustana, que presentó unos años más tarde como compendio del mensaje luterano en la Dieta de Augsburgo (1530).

El luteranismo logró calar rápida entre los sectores descontentos del Imperio, y el componente rupturista y liberador de su doctrina hizo que determinados movimientos sociales de la época comulgasen con sus ideas. Fue el caso de la baja nobleza y el campesinado alemán que se rebelaron contra los príncipes y el emperador en la «revuelta de los caballeros» de 1522 y la «guerra campesina» de 1524-1525. Ambos movimientos encontraron muchos puntos en común con las reivindicaciones de Lutero, que al principio vio con buenos ojos un acercamiento a estos grupos. Sin embargo, el carácter caótico y violento que acabaron adoptando hizo que este se replanteara su postura respecto al conflicto. Decidió encomendarse entonces a los príncipes alemanes para implantar su reforma, siguiendo un modelo de «iglesias-estado» (Landeskirchen) que poco tenía que ver con sus propuestas iniciales.  Este sistema, no en vano, logró difundir el luteranismo por gran parte del Imperio en un breve periodo de tiempo, de manera que hacia 1535 eran ya 51 las ciudades libres que habían implantado la Reforma, recurriendo para ello a distintos mecanismos: bien a la acción de los magistrados de las ciudades o bien mediante la atribución del ius reformandi (derecho de ejercer la reforma) por parte de los príncipes. En cualquier caso, su implantación fue rápida y eficaz hasta la década de 1540, cuando el clima político y religioso comienza a enrarecerse y el mensaje luterano llegó a recurrir a las armas para imponerse, como ocurrió en el ducado de Braunschweig en 1542. A pesar a todo, a estas alturas, el luteranismo había logrado arraigar con fuerza en el Imperio, e incluso había trascendido sus fronteras, llegando hasta los reinos de Suecia (1523), Dinamarca y Noruega (1536).

Monumento a Martín Lutero en Erfurt | Wikimedia

De la expansión de la Reforma a las guerras religiosas

El apoyo de los príncipes y ciudades alemanas había permitido el éxito de la Reforma luterana y, con él, la ruptura definitiva con la Iglesia Católica. Sin embargo, los propios príncipes eran conscientes de la necesidad de evitar una fractura religiosa que pusiese en peligro la precaria situación de paz mantenida entre los territorios del Imperio. Con este fin fueron convocadas sucesivas dietas y debates teológicos en Marburgo (1529), Augsburgo (1530) y Ratisbona (1541), que trataron sin éxito de acercar posturas tanto entre protestantes y católicos como entre las propias confesiones que se fueron escindiendo del protestantismo luterano. Dichos intentos fueron infructuosos, ya que la situación política y militar que atravesaba el Imperio hacía imposible el acuerdo, y nada de ello pudo evitar la confrontación.

La creación de la Liga de Smalkalda en 1531 supuso un punto de no retorno, ya que representaba una primera unión militar de los príncipes y ciudades alemanas protestantes contra el poder imperial, cuyo número no dejó de crecer en los años siguientes. Desde su creación hasta 1539, entraron a formar parte de ellas más de 29 ciudades y 15 príncipes alemanes, a los que el emperador Carlos V acabó derrotando en la famosa batalla de Mühlberg (1547). Sin embargo, ni esta victoria ni la paz firmada en Augsburgo en 1555 lograron la reconciliación religiosa del Imperio. Entre las cláusulas de este acuerdo figuraba el reconocimiento del credo luterano, pero quedaba excluida cualquier otra confesión religiosa. Además, se imponía el principio de territorialismo religioso según el cual cada príncipe y ciudad podía elegir su religión e imponerla a sus ciudadanos, que debían aceptarla sin más (cuius regio, eius religio), por lo que la libertad de culto a nivel individual distaba mucho de ser una realidad.

Al tiempo que el Imperio se desangraba en los enfrentamientos religiosos de luteranos y católicos, a lo largo y ancho del continente fueron surgiendo otros grupos y movimientos religiosos que ahondaron aún más en la fragmentación confesional de Europa. Estas nuevas iglesias, que siguiendo el ejemplo de Lutero, trazaron nuevos caminos en el sendero de la fe, encierran una historia tan compleja y extensa que su análisis excedería los límites de este artículo. No obstante, no podemos cerrar este relato sin mencionar al menos a aquellos movimientos reformistas más importantes, así como a la Reforma llevada a cabo por la Iglesia Católica como respuesta a la nueva situación religiosa europea.

Uno de los primeros seguidores de Lutero fue Ulrich Zwinglio (1484-1531), quien logró introducir la Reforma en la Confederación Suiza. Este reformista llevó al extremo algunos de los aspectos fundamentales del luteranismo, como el rechazo de las imágenes y la idea de la predestinación del hombre, aunque su gran aportación fue la creación de una iglesia más organizada e independiente de los poderes políticos de lo que pudo llegar a ser la luterana. Sin embargo, su proselitismo le llevó a enfrentarse con los cantones y ciudades católicas de Suiza, que apoyadas por el emperador acabaron derrotando a Zwinglio en Kappel en 1531, derrumbando definitivamente su proyecto religioso.

A la par iban surgiendo otros movimientos que difícilmente podemos catalogar de verdaderas religiones, sino más bien de sectas o grupos radicales. Estas comunidades tenían en común un componente apocalíptico y revolucionario, y un rechazo frontal a la ortodoxia católica, aunque existían grandes diferencias entre ellos, desde los grupos más pacíficos hasta aquellos que acabaron desembocando en movimientos de insurrección contra el orden establecido, como el de los anabaptistas de Münster (1534-1535). Pese a todo, la rápida acción de los poderes imperiales acabó sofocando finalmente su resistencia.

Otra personalidad clave en la Reforma fue Juan Calvino (1509-1564), instaurador de un culto más ordenado y una jerarquía eclesiástica aún más definida y eficaz que la luterana. En el aspecto doctrinal, concedió una trascendencia absoluta a la voluntad divina y a la idea de predestinación, que ocupó un papel central en su mensaje religioso. Además, implantó un rígido sistema religioso en la ciudad de Ginebra, donde las autoridades religiosas ejercieron un férreo control sobre la comunidad creyente, condenado y eliminando cualquier tipo de disidencia o herejía. Y a pesar de las dificultades políticas del momento, sus ideas llegaron a alcanzar una gran difusión, primero en Suiza y más tarde en Francia (donde recibieron el nombre de hugonotes), Países Bajos y Escocia, cada uno de estos grupos con sus propias particularidades.

En las Islas Británicas, no podemos pasar por alto el caso de la Reforma Anglicana emprendida por Enrique VIII a raíz de su enfrentamiento con Roma a cuenta de su divorcio con Catalina de Aragón. Este caso fue distinto al resto, ya que los motivos que llevaron a la ruptura religiosa fueron más bien políticos, y no tanto teológicos. Además, la Iglesia anglicana mantuvo muchos rasgos de la liturgia y doctrina católica. Pero en cualquier caso, el distanciamiento del monarca inglés con respecto a la jerarquía papal y la implantación de una iglesia nacional en Inglaterra marcaron un punto de inflexión en la historia política y religiosa europea.

Sesión del Concilio de Trento, cuadro de Tiziano | Wikimedia.

Ante esta nueva situación, no se hizo esperar la reacción de la Iglesia Católica, que vio impotente cómo la Reforma Protestante tumbaba su hegemonía religiosa en Europa. Si la ruptura de la cristiandad era ya algo inevitable, al menos debía encontrar la manera de redefinir la ortodoxia católica y llevar a cabo una reforma que acabase con los males del estamento eclesiástico. Con este fin se habían llevado a cabo numerosas tentativas reformistas, incluso antes de la irrupción de Lutero, en países como Italia o España, donde poco a poco se fueron reformando las órdenes religiosas y creando otras nuevas. Una de la más importante fue sin duda la Compañía de Jesús, creada en 1540 con el fin de jurar obediencia al Papa y difundir el mensaje católico, y que acabó constituyendo un rígido pilar ideológico del nuevo catolicismo. Aunque el acontecimiento más crucial de esta época fue la celebración del Concilio de Trento (1545-1563), donde se sentaron las bases de la definitiva reforma de la Iglesia, más conocida como la Contrarreforma o Reforma Católica. En ella se reafirmaron los aspectos doctrinales más discutidos, ofreciendo a la comunidad creyente un dogma más claro y definido y se emprendió la profunda reforma moral e intelectual del clero tan largamente reclamada por amplios sectores de la Iglesia.

La «confesionalización» de Europ

Hacia mediados del siglo XVI, el mapa europeo se había fragmentado en un crisol de credos y religiones distintas, a menudo enfrentadas entre sí. Una de las consecuencias últimas de la Reforma Protestante, como sabemos, fue el enfrentamiento religioso, tanto entre católicos y protestantes como entre los distintos movimientos derivados de la Reforma. Sin embargo, no sería justo culpar a una determinada religión o a un individuo como Lutero por la tormenta que azotó Europa durante los conflictos religiosos del siglo XVI, ya que nuevas fuerzas económicas, políticas y sociales entraron en escena, colisionando entre sí y derrumbando los últimos resortes del sistema establecido, con todas sus consecuencias.

Lo que sí podemos asociar a la Reforma Protestante es la culminación de una nueva relación entre el poder político y religioso que acabaría condicionando la posterior historia europea. Además, por supuesto, de la gran aportación ideológica que supuso, al introducir nuevas formas de interpretar y cumplir con el mensaje religioso y hacer del cristianismo una religión más compleja y heterogénea. En definitiva, y al margen de las opiniones enfrentadas que santifican o demonizan la figura de Lutero, no cabe duda que la vida y la obra de este extraordinario personaje histórico marcó un antes y un después en la historia de Occidente.

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