El castigo del delito reviste una importancia capital para el pueblo dominicano, acostumbrado a ver cómo ilícitos de gran relevancia no son sancionados según su magnitud y el impacto que producen.
Los malos ejemplos de este tipo son más que comunes, sobre todo aquellos casos que tocan el ámbito gubernamental, donde ex funcionarios acusados de timar el Estado con montos escandalosos nunca fueron condenados en las dimensiones concebidas por el Ministerio Público.
Este comportamiento genera confusión y más desconfianza, porque alimenta la idea de
que el brazo castigador de la Justicia solo alcanza a “los de abajo”, que dicho en buen dominicano son aquellos ciudadanos que no tienen arraigo social, político ni económico.
La gente exige que la ventilación de cada caso responda a situaciones demostrables en los tribunales, y que cada elemento de prueba sea verificado y resguardado como arma de peso para sustentar acusaciones.
De nada sirve crear las condiciones para euforias colectivas que reclaman cárcel para los
imputados, cuando su culpabilidad no pudo ser probada más allá de comentarios y señalamientos vertidos en los medios de comunicación.
Ministerio Público y Poder Judicial tienen dos grandes retos. El primero, ser más prudente
en sus pesquisas y robustecer sus expedientes acusatorios, de forma tal que los resultados finales satisfagan sus propias expectativas.
A los jueces les corresponde ser cautelosos en su delicado y complejo rol de impartir justicia, atendiendo a los principios de independencia e imparcialidad y sin obviar nunca el
criterio de objetividad que debe regir sus decisiones.