Reconozco que siempre he sentido admiración por esa gente, ya sean hombres o mujeres, entregadas a la noble tarea del campo o de la ganadería, porque en medio de la vida inagotable de sensaciones y manifestaciones de las plantas y animales, van adquiriendo la cátedra viviente, que es la que en realidad nos pone en relación con la providente poética creativa.
Justo, en estos momentos en que la naturaleza nos sorprende en tantas partes del mundo, con sus explicitas llamadas al orden, lo que nos ha de mover y conmover a cultivar la tierra sin dañarla, de modo que podamos compartir sus frutos pensando no sólo en el momento actual, sino también en las generación que nos proseguirán.
De ahí, lo transcendente del momento, clave para proseguir la continuidad, a través de una tierra sin hambre ni pobreza. Conseguir, por tanto, que todo ser humano pueda llevar a cabo sus innatas aspiraciones naturales ha de ser una misión que nos universalice, activando la igualdad de género y empoderando, tanto a la hembra como al varón, en esa poética lucha contra la carencia extrema, la necesidad y la desnutrición.
Sea como fuere, los datos son los que son y no se pueden ocultar. En promedio, y según Naciones Unidas, resulta que las mujeres representan algo más del 40% de la fuerza laboral agrícola en los países en desarrollo, pudiendo llegar a más del 50% en determinadas partes de África y Asia. Sin embargo, sabemos que suelen enfrentarse a una discriminación significativa en lo que respecta a la propiedad de la tierra y el ganado, en temas de remuneración y participación en la toma de decisiones de entidades como las cooperativas agrarias y el acceso a recursos, crédito y mercado para que sus explotaciones y granjas prosperen.
Todo ello revierte en una grave, gravísima injusticia, que además impide crecer humanamente, sin descartar a nadie. En ocasiones, nos falta esa comunión de voces para alimentarnos todos y de manera sana, puesto que únicamente teniendo las mismas oportunidades es cómo podemos construir un mundo inclusivo y justo.