viernes, noviembre 22, 2024
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El consejo de don Juan Bosch 2/3

Juan Bosch estaba en plena madurez de su historia política. Era el escritor que todos soñábamos ser, el hombre con un pensamiento político adelantado a la época que estábamos viviendo. Admirado por el mundo. El Partido de la Liberación Dominicana empezaba a vivir la historia de sus primeros años y el Partido Revolucionario Dominicano era la entidad política opositora mayoritaria.

Tenía veinticuatro años, había escrito un cuento, y sentí la inquietud de llevárselo al maestro de la escritura y tener la osadía de pedirle consejos, sobre ese arte narrativo en que don Juan se había convertido en un referente internacional con los escritores del Boom Literario de America Latina, como García Márquez, Julio Florencio Cortázar, Mario Vargas Llosa y otros.

Para ese tiempo me había leído Cien Años de Soledad y Rayuela y de don Juan, había leído Cuentos Escritos en el Exilio y Más Cuentos Escritos en el Exilio, y su ensayo Apuntes sobre el Arte de Escribir Cuentos, comprado en el Economato de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y el cual se convertiría con los años en una guía para mí en mis inquietudes literarias, dejándome varias huellas.

Una tarde, me reuní con mi amiga Barbarita, hija del segundo matrimonio de don Juan Bosch, y le conté mi sueño de poderle enseñar mi cuento al maestro—, ella con su carácter dulce, que recuerdo, me habló con su voz pasiva que la caracterizaba y con su rostro alegre me respondió: “claro que sí, con gusto”, en ese instante me prometió que iba a hablar con Diomedes esa tarde, que al parecer para esa época que no recuerdo muy bien, por los años que han transcurrido, tenía la responsabilidad de llevar la agenda en el hogar de don Bosch.

Esa mañana me presenté a la casa del maestro de la narrativa dominicana con el cuento impreso, de lo que luego sería un libro con los años: Trece Cuentos Supersticiosos del Sur en las manos. La casa donde el profesor vivía era de dos niveles, sencilla como su vida en su paso en la política. Tenía una pequeña puerta de entrada, Diomedes me recibió con su carácter ceremonioso, que todavía a la fecha lo conserva. Me invitó a pasar a la biblioteca donde estaba el inmenso humanista parado, con su cabeza como la espuma de la mar, esperándome, para que yo le diera mis cuentos.

Lo tocó y lo miró, como quién toca a un niño que acaba de nacer, yo solo tuve tiempo de preguntarle a él y robarle una simple mirada, que la tenía puesta en el cuento que acaba de entregarle.