El estreno de bitcoin, la más popular de las cryptomonedas o monedas virtuales, ocurrió en 2009, justo en medio del torbellino económico global ocasionado por la crisis financiera del 2008.
La falta de confianza, tanto en los gobiernos como en instituciones financieras internacionales, cuando incluso los bancos más sólidos se vieron grandemente impactados en sus balances y nivel de liquidez, facilitó la implementación un tanto apresurada de esta alternativa para la ejecución de transacciones comerciales sin la intervención de un organismo regulador.
Bitcoin llegó en el momento perfecto para satisfacer una necesidad, y permitió el flujo de transacciones comerciales usando únicamente un identificador digital, lo que garantizaba cierto nivel de anonimato. Esto lo convirtió en la alternativa perfecta para la ejecución de actividades financieras ilícitas, sin mayores cuestionamientos por parte de los vigilantes del sistema, y ayudó a impulsar el concepto de la «Dark Web» o Red Oscura de comercio ilegal.
De esta forma la popularidad de bitcoin crece exponencialmente, y aunque esta inesperada fama también trajo consigo algunas dificultades y retrasos para operar en la moneda, es indudable que el protagonismo del dólar como la moneda fuerte del mundo está bajo amenaza.
Pero ¿cómo podemos determinar el valor intrínseco de bitcoin, o cualquier otra cryptomoneda? Es un ejercicio muy difícil, ya que no existe un resguardo físico o prueba tangible de lo que este representa. Y esa es precisamente la causa de la enorme volatilidad en el precio de la acción, ya que este se mueve por percepción, o por los comentarios (a favor o en contra) de algún empresario o inversionista archiconocido. Por ejemplo, el valor de bitcoin en 2020 estaba por debajo de 10,000. En abril pasado llegó a cotizar por encima de 63,000, y en mayo bajó hasta 34,000 por algunos comentarios que hiciera Elon Musk (Tesla).
A pesar del enorme interés del público en bitcoin como alternativa de inversión atractiva, y de sus altas valoraciones (al menos en papel) los bancos han preferido mantenerse al margen al decidir no invertir directamente en una empresa cuyo valor podría evaporarse repentinamente, y restringiendo la posibilidad de inversión a clientes ultra sofisticados y cuyo elevado patrimonio no se vea grandemente comprometido por una caída importante del valor de esa inversión.
Adicionalmente, los bancos solo permiten esta inversión de manera «Unsolicited» o no recomendada por el banco mismo, y bajo la responsabilidad total del inversor. De esta forma se protegen de posibles reclamaciones y evitan un problema reputacional en caso de que eventualmente sea restringido este tipo de sistema o la presión de los reguladores limite su funcionabilidad.