Del asesinato de Orlando Jorge Mera se hablará durante mucho tiempo, porque su muerte fatídica marca un hecho sin precedentes en el ejercicio del poder en la República Dominicana.
Nunca antes en nuestro país había ocurrida semejante atentado contra un servidor público de la esfera gubernamental, en su propio despacho y por situaciones directamente vinculadas con sus funciones estatales.
Su muerte duele y consterna, porque salpica a una sociedad preñada de violencia e intolerancia, donde las armas de fuego, los golpes y machetazos se convierten en la vía más idónea para dirimir conflictos.
En esa sociedad de odios y rencores, de actitudes altaneras y poco amigables, el diálogo queda relegado a un plano insignificante, y en su lugar se imponen las reacciones impulsivas derivadas de conductas y decisiones irreflexivas.
La gente se altera fácilmente y hace gala de una prepotencia seducida por ese ímpetu feroz que se manifiesta en su versión más siniestra.
Orlando Jorge Mera no merecía un final tan amargo, por- que vivió gran parte de sus días sirviendo a la patria que lo vio nacer. Y lo hizo demostrando que es posible ejercer la política y servir desde el Gobierno respetando la diversidad de opiniones y sin ofender al adversario.
Fue miembro de una distinguida familia de servidores públicos. Su padre, Salvador Jorge Blanco, fue presidente de la República, su hijo es diputado por el partido oficialista, y su hermana y esposa funcionarias con importantes posiciones en la Administración Pública.
Dentro y fuera del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales, las opiniones coinciden en que fue un hombre decente, conciliador, educado y un trabajador incansable en defensa de los mejores intereses de la nación.
Porque lo hizo bien, Orlando debería convertirse en referente obligado en la lucha por la protección de nuestros recursos naturales.
Es la mejor forma de honrar su memoria.