Tras las rejas
Mientras trabajaba como reportero para un medio nacional en la capital, visité en varias ocasiones la cárcel de La Victoria, ubicada en el distrito municipal que lleva el mismo nombre, en Santo Domingo Norte.
Los periodistas vamos a las cárceles casi siempre invitados por las autoridades penitenciarias. En medio de las narrativas de logros contados con emoción por el guía de aquella visita, me escabullí y fue a parar a un pabellón donde unos reclusos lavaban platos.
Hablé con presos que purgaban penas por crímenes diversos, desde robos a mano armada hasta violaciones sexuales y homicidios. Sus historias y penas eran distintas, pero todos anhelaban un respiro fuera de las paredes opresivas.
Hablar con los reclusos me sirvió para revalidar que detrás de los informes oficiales hay vidas marcadas por el arrepentimiento y la desesperación, pero también por la complicidad y la impunidad.
Generé la confianza suficiente para una pregunta más atrevida: ¿Cómo llegan los teléfonos inteligentes a esa cárcel? Las respuestas fueron susurradas, casi inaudibles. «Es un secreto a voces», me dijo un recluso, antes de volver rápidamente a sus quehaceres.
Detrás de esa simple frase supe de inmediato que se escondía un mundo de omisiones. En La Victoria, como otras cárceles sobrepobladas del país, el acceso a tecnología prohibida es una verdad conocida por todos. Este “secreto a voces” sugiere algo más siniestro: la capacidad de los criminales, incluso tras las rejas, para seguir perpetrando toda clase de actos ilícitos.
Debemos seguir profundizando en reformas y en la vigilancia constante para evitar que el sistema carcelario se convierta en un refugio para la criminalidad, en lugar de un instrumento de rehabilitación.