El tema haitiano es y será siempre esencia del acalorado y apasionado debate que encasilla a dos grandes grupos históricamente enfrentados por la presencia masiva de estas personas en nuestro territorio.
De un lado, están aquellos que consideran que la solución a la permanencia de haitianos indocumentados es sacarlos de golpe y porrazo, y se amparan en el principio de soberanía que establece nuestra Constitución.
En el extremo opuesto se encuentran quienes se inclinan por una salida menos drástica. Este grupo defiende la realidad de unos seres humanos que salen del vecino país huyendo del cuadro de pobreza y al desorden social y político que sacude a ese país.
Esta última postura resalta también que la inmensa mayoría de los haitianos que viven en nuestro país trabajan de sol a sol para sustentar a sus familias, las radicadas aquí y las que viven en Haití y dependen de sus remesas.
Ambas posiciones crean a nuestras autoridades una disyuntiva embarazosa, que en cierto modo limita su capacidad de acción frente a uno de los grandes desafíos que afrontamos como Estado-nación.
Atender al primer planteamiento coloca al Gobierno frente a una comunidad internacional que no pierde tiempo para cuestionar los mismos métodos que practican para deportar a decenas de miles de indocumentados, de todas las naciones del mundo, incluida Haití.
Dejarse llevar por la mirada humanitaria de la discusión empuja entonces a las autoridades a un raudal de ataques y cuestionamientos, por considerarlas incapaces de cumplir los dictámenes jurídicos en materia migratoria.
Estamos, pues, ante un escenario que exige respuestas prácticas y juiciosas, pero inevitablemente con repercusiones polémicas y com- prometedoras.