Antonio Cedeño Cedano (Macho) / redaccion@editorabavaro.com
Delante del pasillo central estaba la puerta de entrada y salida, con fuertes barrotes de hierro para demostrarle a los que allí se encontraban que estaban presos y bien presos, aunque el pasillo era largo, y frente a la puerta pegado a la pared del pasillo central se divisaba una meseta formada por centenares de esposas metálicas, bien organizadas, relucientes al contacto con la mortecina luz, de una bombilla haragana, en espera de manos para atar, que debían tener un metro de alto por dos metros de largo, según mi apreciación de incipiente sastre acostumbrado al centímetro.
Un militar enfundado en un overol camuflageado, con seis pies, nueve pulgadas y unas doscientas ochenta libras con unos bipces, o molleros, unos tatuajes ininteligibles, los cuidaba celosamente, era el verdugo. El hombre que grillete en manos ataba los prisioneros y los conducía a la cámara de tortura para hacerlo cantar, por su color y cabellera de bija, le llamaban caco de locrio.
La fila formada por hombres, mujeres y niños era interminable. Venían del lado oeste, del primero y segundo piso, tomando en cuenta de que estábamos inmerso en un subterráneo de unos cuatro o cinco pisos, contado a ojo de buen cubero, y tomando en cuenta los movimientos, al llegar a la pila, el verdugo ataba las manos que eran levantadas por los presidiarios indefensos, mientras que los conductores seguían tras ellos a paso apresurados; por el número de prisioneros, deduje que habían varios centros de torturas investigativos.
Un marinero vistiendo un chamaco azul, una gorra blanca, portando un suape y una cubeta en las manos se acercó y me hizo entrega, como si quisiera que me quitara de la puerta, me ordenó que limpiara el pasillo.