sábado, noviembre 23, 2024
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PINCELADAS / Siete de julio, pinceladas de una vida

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Ernesto Rivera (DUKE) / redaccion@editorabavaro.com

La educación primaria (4)

Desde este período se le amontonaron a uno en la memoria tantos recuerdos como si quisieran salir en tropel no sea que se olviden y hasta la cronología (como dice mi amigo Macho, el del machete) se pierde. Pero ya habrá lugar para irla organizando, lo importante es que no se queden en el olvido.

Hubo otra ocasión dificilísima y comprometedora. Vaya los sustos que hubimos de pasar. Estábamos paseando frente al Vesubio en el Malecón, costumbre que teníamos después de cenar y esperando la hora de empezar el estudio que era siempre a las 9:00 de la noche. El grupito que siempre estaba junto de los compañeros de facultad.

Estábamos acostumbrados a ver pasar y oír el ronroneo de los cepillos del SIM haciendo su recorrido y por la fuerza de la costumbre no le dábamos demasiada importancia. A todo se acostumbra uno en la vida, pero esta vez el carrito del SIM se paró frente a nosotros y uno de sus ocupantes se bajó y me llamó a mí directamente. Imagínese usted lo que sentimos todos.

El individuo se acercó a nosotros, me saludó y me abrazó con efusividad. Yo al reconocerlo, aunque hacía mucho, muchísimo tiempo que no nos veíamos, quizás desde el principio de la secundaria, todavía intimado y nervioso casi le grité en la cara que por qué carajo me hacía eso. Que si no se daba cuenta no sólo del susto que nos hacía pasar, sino de la desconfianza que sembraba en mis compañeros frente a mí una relación que parecía tan estrecha con una persona de su clase. No sé de dónde diablos encontré cojones para hablarle así a un miembro del SIM delante de sus compañeros, pero uno no sabe nunca cómo va a reaccionar hasta que no se presenta la ocasión.

�l se acercó al grupo y con lágrimas en los ojos, pidió perdón y les aclaró que yo había sido un amigo muy querido muchos años atrás. Que la vida nos había lanzado por caminos distintos, pero que al verme después de tanto tiempo se olvidó de su posición y no pudo resistir la tentación de saludar al antiguo amigo sin sopesar la imprudencia que cometía.

Gracias a Dios su explicación fue convincente, lo mismo que sus lágrimas emocionadas; mis compañeros lo entendieron y aunque con algunos relajitos de no muy buen gusto para mí, la cosa no pasó de ahí; aunque yo sí conté el incidente con lujo de detalles al Padre Rector tan pronto llegamos, para evitar luego malas interpretaciones.

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