Desde que asumió la jefatura del Estado dominicano, en más de una ocasión, el presidente Luis Abinader ha tenido que navegar sobre aguas turbulentas que ponen a prueba su capacidad para conducir los destinos de la nación.
La más reciente batalla librada por el presidente Abinader fue frente a la presión social, económica y política que generó el intento de una reforma fiscal cuyo objetivo básico era aumentar los ingresos del Gobierno.
La opinión pública supo de estos aprestos, luego que se filtrara un documento de 94 páginas con las reformas impositivas que se querían implementar. El Poder Ejecutivo nunca desmintió ni confirmó la especie, pero las reacciones adversas fueron más que suficientes para desistir de tales propósitos.
Por eso se asume como una jugada inteligente del Gobierno, haber puesto sus oídos en el corazón de un pueblo dispuesto a repeler cualquier disposición que atente contra su calidad de vida, máxime en tiempos de pandemia.
El covid-19 tiene a muchas economías de patas arriba, con pronunciados desequilibrios en sus esquemas productivos, lo que se expresa en desempleos, falta de competitividad, incertidumbre financiera y estancamiento de flujos de capitales.
Y como si todo eso fuera poco, las materias primas y transporte de mercancías experimentan alzas estrepitosas, y esto impacta negativamente los costos de producción del comercio mundial, y por vía de consecuencia los modelos de consumo de la población.
El presidente Luis Abinader conoce muy bien esta realidad, y no es ajeno a las consecuencias que se desprenden de este escenario convulso.
En este contexto, insistir en una reforma fiscal, más que descabellado, era desafiar la paciencia de una sociedad pendiente de cada uno de sus pasos como gobernante.