Sobre el diluvio de rostros tristes

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Vivimos en la apariencia del cuerpo, mientras el escenario del alma camina en la tristeza muchas veces. Necesitamos modificar rastros dejados y, por sí mismo, el rostro de una gran sonrisa modificará nuestros comportamientos. Lo importante es dejarse sorprender por el hechizo de la ternura en el corazón y, tras de sí, llegará el añorado cambio. Hace tiempo que los miembros más vulnerables de la sociedad son la víctima de cualquier contienda.

Se me ocurre pensar en esos niños víctimas del reclutamiento como soldados, de los ataques contra escuelas y hospitales, o de la misma violencia sexual y secuestro. Desde luego, no podemos continuar permaneciendo insensibles ante esta situación que nos amortaja el carácter pensante y humano. La inhumanidad hay que desterrarla de nuestras vidas. Siempre debemos encontrar un nuevo amanecer, capaz de despertarnos de este oleaje de maltratos físicos, mentales y emocionales; haciéndonos repensar, sobre el deber que tenemos de custodiarlo todo y de protegernos mutuamente unos a otros. De lo contrario, tendremos que proseguir sollozando e interrogándonos, ¿si la vida es amarga o si el amargado soy yo?

Sea como fuere, los tristes rostros caminan por todas las rutas existenciales, a la espera de un mejor aliento conciliador y restaurador, en respuesta a tantos atropellos de gente indefensa. Personalmente, hace tiempo que vengo denunciando este virus degradante, que todo lo destruye, comenzando por la propia naturaleza del ser y del ambiente que le rodea. Indudablemente, y a tenor de los hechos, quizás sea hora de ser más conscientes de nuestras acciones. Tal vez tengamos que modificar, nuestros propios hábitos, para lograr un bienestar más auténtico y universal.

Considero que necesitamos imaginar otras atmósferas más puras, en base a otros caminantes más restauradores, pues si vital es revivir bosques y tierras de cultivo, desde la cima de las montañas hasta las profundidades del mar, también es trascendente percibir otras sensaciones más libres para cuando menos poder respirar sin temor a nada ni a nadie. Si acaso, con el consuelo de la regeneración del instante preciso y prodigioso, que nos alegrará de vernos en familia, reconstruyendo humanidad.