En un mundo donde la celeridad y chabacanería dominan las discusiones de interés público, el periodismo crítico enfrenta una peligrosa encrucijada. Los funcionarios, acostumbrados a la complacencia y el silencio cómplice en medios de comunicación, perciben el cuestionamiento periodístico como una afrenta personal.
Esos servidores públicos suelen confundir la crítica con la ofensa, y de forma intolerante fustigan el periodismo investigativo. El periodismo que indaga, que cuestiona y exige respuestas transparentes, no es ni pretende ser una herramienta de agresión contra nadie.
Los periodistas son veedores permanentes del ejercicio del poder, y su labor es vigilar que los tomadores de decisión cumplan sus obligaciones frente a la ciudadanía. Sin esta vigilancia constante, el poder tiende a corromperse y a alejarse de los propósitos esenciales que lo justifican frente a los gobernados.
Resulta alarmante que algunos funcionarios vean el periodismo crítico como su peor enemigo. Esta visión retrógrada atenta contra el periodismo independiente como pieza indispensable para la rendición de cuentas y la transparencia.
Los medios de comunicación tienen la tarea de investigar a fondo, de presentar los hechos con rigor y denunciar las irregularidades sin temor ni favoritismos. Los periodistas deben tener la libertad de cuestionar a los poderosos sin ser perseguidos ni censurados. Y la sociedad debe defender y valorar el papel de ese periodismo celoso de las acciones del poder.
El periodismo crítico debe prevalecer, aunque a muchos les produzca escozor. Porque la incomodidad que genera la verdad es, precisamente, el precio que pagamos por vivir en una sociedad plural, abierta y democrática.