Prejuicio
Ella siempre lo rechazaba en la cama. Cuando él se acercaba, ella evitaba roces que insinuaran alguna posibilidad de sexo. Más no le daba razones. Temía experimentar el desenlace de una reacción violenta de su compañero.
Deseos de hablar con su esposo, sí tenía. Y sin embargo no era posible, porque él estaba casi convencido de que el rechazo de su mujer obedecía a otros motivos, que para nada le interesó jamás saber.
Ella sufría mucho. Sufría, porque era plenamente consciente de que amaba a su pareja; de que quería y anhelaba estar con él, como una mujer normal; como una esposa enamorada y dichosa.
Su vida estaba deshecha, consumida por una angustia interminable. ¿Cómo explicárselo, si ni ella sabía qué cosa tenía? Nada le dolía, y quizás eso alejó de su cabeza la idea de buscar ayuda médica.
Estaba confundida: ¿por qué si amaba tanto a su esposo no podía entregarse a la pasión que otorga sentido a una relación matrimonial?
Era complejo para ella. No tenía respuestas a sus preguntas y preocupaciones infinitas. Era su infierno y se quemaba por dentro. Ella sabía que algo andaba mal con su cuerpo, su cerebro, mente, sus emociones…No sabía exactamente qué era.
Un día cualquiera, ocurrió lo que presentía. Su cadáver fue levantado por un médico forense que certificó su desgracia sólo como muerte violenta. Las experticias realizadas a su cuerpo inerte indicaban que las cuchilladas estaban (calculadamente) localizadas en sus genitales.
El matador confesó el crimen, a modo de conclusión: Dijo que ella lo engañaba, sin ser capaz de demostrar con quién, cuándo ni dónde. Culpó de infiel a una mujer que no pudo descifrar su extraño comportamiento.
Una segunda autopsia desmintió el relato imaginario del recluso. Su esposa padecía una dolencia neurológica que alteraba su capacidad de respuesta sexual. Estaba enferma y nunca lo supo.
Esa patología anulaba el deseo sexual de aquella mujer infeliz. Los resultados de la necropsia llegaron hasta la celda. La culpa era muy pesada: el homicida se ahorcó.